En esta semana plagada de informaciones triviales en los medios de comunicación, llamo la atención que algunos de éstos dieran espacio para informar sobre un hecho no menor asociado a los principales resultados de auditorías e investigaciones llevadas a cabo los años 2019 y 2018 por la Contraloría General de la República (CGR). Dicho reporte, consiga más de 13 mil observaciones a entidades públicas, de estas, 8 mil (58%) fueron categorizadas como “altamente complejas” o complejas”, lo que se traduce en «irregularidad asociadas a fondos, probidad, pérdida de recursos, eventuales comisión de delitos, afectación grave al patrimonio, graves debilidades de control, entre otros». Llevado a valor lo observado, las irregularidades alcanzan la escandalosa cifra de 1.300 millones de dólares.
Se hace un sitio común (por ello no menos cierto) la necesidad urgente de realizar una cirugía mayor en el Estado que permita lograr estándares de eficiencia, eficacia y calidad que le permita lograr resultados significativos para la generación de valor público.
La arquitectura estatal actual está superada por los hechos. Pero la solución, no solo va por el camino de la racionalidad técnica -aspecto que suele concentrar el análisis sobre el tema en sesudos seminarios- o por la alternativa de promulgar baterías legislativas para avanzar hacia un gobierno más abierto y trasparente. Ambos son relevantes, pero pueden ser resultados marginales si no se avanza hacia una cultura de la integridad de la función pública.
La corrupción asume diversos rostros en la administración del Estado, por ello se requiere respuestas complejas e innovadoras para poder realizar un giro profundo hacia el despliegue de buenas prácticas pro – ética pública. Esto es más que el cumplimiento de las normas básicas que regulan como hacer las cosas; más bien se trata de desplegar sin excepciones valores sustantivos en la gestión pública: la honestidad, la integridad y el cuidado por lo público. Los cuales no solo se
Deben declarar, sino que se obliga a todos a cumplirlos. Se precisa contar –más allá de las fórmulas que hoy existen- con modelos de control interno y de gestión de riesgos en forma similar a los sistemas de compliance que en años recientes se han instalado en organizaciones privadas.
Creo que avanzar hacia una cultura de la integridad en el sector público puede y debe entrar en alianzas estratégicas con el modelo compliance al contar éste con herramientas que permiten establecer mecanismos internos de prevención, gestión, control y reacción frente a la corrupción.