La llegada de Donald Trump a La Casa Blanca ha generado incertidumbre en la comunidad internacional. Lo anterior, en virtud de lo polémicas que fueron sus promesas de campañas y la peligrosa autonomía que ha demostrado en su mensaje respecto a las normas que imperan en el sistema internacional. Ante eso, su primera alocución frente al Congreso norteamericano era muy esperada, ya que el mandatario llegaba con niveles muy bajos de aprobación en el seno de la sociedad norteamericana, lo que generó una expectativa relativa a un eventual cambio de su actitud respecto a la forma y el fondo con el que manejó su mensaje en la época de campaña.
Sin embargo, y recién iniciado el discurso, quedó claro que las ideas y las formas que ha impuesto Trump se mantienen intactas. Esto se demostró al intentar llevar su mensaje a consideraciones nacionalistas que buscaban generalizar el apoyo a sus políticas, estableciendo un “patriotismo económico” como plan de mejora a los actuales indicadores microeconómicos que hoy ostenta la principal potencia del orbe. En este sentido, y sin explicar el detalle acerca la forma en la que buscaría cumplir sus promesas, el Presidente norteamericano se esmeró en presentar y justificar a su programa de gobierno como una muestra de buen nacionalismo y como un factor que debía unir a las distintas bancadas políticas. En virtud de ello, Trump configuró y cualificó a su gobierno como una “revolución”, la que además de devolver la grandeza a Estados Unidos de Norteamérica, permitiría retomar el rol de superpotencia; condición que hoy estaba eclipsada por la culpa de otros gobiernos norteamericanos, los que habían permitido el ascenso de otros Estados.
Para ello, el discurso enfocó su norte en luchar en contra de las amenazas a su proyecto de nación, no dudando en evidenciar a la inmigración ilegal como uno de los principales “flagelos” a combatir. Lo anterior, en virtud que la permisividad interna respecto al flagelo minaba la proyección exterior de poder de los Estados Unidos de Norteamérica. Fue en ese contexto, y durante varias ocasiones, que Trump asoció a la inmigración ilegal no sólo con los altos niveles de desempleo –y que hoy alcanzan a 49 millones de norteamericanos– y la disminución en las remuneraciones del trabajador norteamericano, sino también con el aumento en las tasas de homicidios, delincuencia y drogadicción; factores que le sirvieron para justificar sus anuncios relativos a la decisión de iniciar la construcción de un Muro que resguarde la seguridad en la frontera Sur y la creación de una oficina que ofrecerá asistencia a las víctimas de crímenes cometidos por inmigrantes indocumentados, institucionalizando con esto una de las aristas de su programa anti inmigración ilegal.
Por todo ello, y atendiendo a que la forma y el fondo de su mensaje fueron lo que permitió su llegada a La Casa Blanca, es que Trump decidió no cambiar su enfoque, confiando en que el eventual éxito de su “patriotismo económico”, y su extremo nacionalismo, representado en una decidida lucha en contra de la inmigración ilegal, ayudarán a mejorar los indicadores microeconómicos del país y los niveles de apoyo político que hoy él ostenta.
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