Asumir que la unidad estatal está conformada por una nación étnicamente homogénea ha sido un error histórico que ha de ser enmendado por los Estados modernos. Lo anterior, a la luz del reconocimiento que actualmente existe a nivel internacional de los derechos que gozan los individuos que forman parte de los pueblos originarios y de los derechos que le son reconocidos al colectivo como tal.
Ante esto, es importante señalar que las reivindicaciones de los pueblos originarios responden –generalmente– a una serie de exigencias hechas al tenor de una historia de padecimientos asociados a los efectos generados por las políticas de control y dominación que ha implementado –a lo largo del tiempo– una cultura o una unidad estatal que se ha evidenciado como dominante respecto a los intereses de los pueblos originarios.
Estos padecimientos, ejemplificados en las consecuencias derivadas de la implementación de prácticas de asimilación cultural –como factor principal en lo que es la configuración actual del Estado-nación– así como también a partir de lo que es la materialización de una visión etnocrática como factor que consolida los proyectos etno-estatales– ha motivado a que algunos miembros de los pueblos originarios recurran a la violencia como herramienta de lucha en contra del Estado dominante.
Sin embargo, y en función de lo que es la propia dinámica estatal, este tipo de violencia ha sido catalogada –en numerosos Estados– como violencia terrorista. Esta realidad –y que condiciona la paz social en los territorios sometidos a estos desencuentros– ha sido instrumentalizada por buena parte de los Estados que han implementado prácticas contrarias a los derechos que hoy se le reconocen a los pueblos originarios. Lo anterior, en virtud que los Estados en cuestión, y en consideración al uso de la violencia realizada por parte de miembros que componen una porción minoritaria de una cultura dominada, se han preocupado de subsanar esta problemática política desde una lógica asociada a la seguridad y no desde una perspectiva que integre elementos sociológicos y jurídicos capaces de evidenciar el origen y la solución del problema.
En ese sentido, y atendiendo al sentido de responsabilidad que se le ha de exigir a todo Estado democrático, es necesario que los Estados reconozcan a sus pueblos originarios. Esto es una conducta estatal que no puede postergarse y que se transforma en el primer paso de cara a abordar todas las aristas que se desprenden de un problema que es político y que está asociado al tipo de Estado que se proyecta.