Hace bastantes años venimos escuchando en forma agobiante que modelos educativos debemos copiar para que nuestros estudiantes logren mejores resultados (entendidos estos como en logro de métricas) y nos permitan salir mejor aspectados en rankings internacionales y que permitan que los colegios y escuelas puedan configurar publicidad con dichos logros y, con ellos, incrementar demanda y valores de colegiaturas y, ciertamente, construir una realidad supuestamente objetivable e incuestionable de calidad a los ojos de los autodenominados expertos educativos.
Creo que el valor de la educación nunca lo encontraremos en las mediciones y en los logros asociados a puntajes con los cuales se pretende seleccionar y ranquear a las personas y de paso, profundizar las desigualdades sociales.
La vida se traduce en las experiencias vividas. Dice el Dalai Lama que uno entiende el sentido de su vida cuando mira hacia atrás y ve todo lo vivido. Por ello, cada vez que la vida te da la oportunidad de realizar ese ejercicio ocurren cuestiones maravillosas, porque es una forma de encontrarse con su experiencia de vida y con aquellas situaciones y personas que le han dado sentido a su existir. Particularmente, ello asume realidades indescriptibles cuando se trata de experiencias vividas en el mundo de la educación.
Luego de muchas décadas de dedicarme a la educación universitaria, recién puedo advertir el verdadero valor de ser parte, de ser educador. Edgar Morin nos dice que una cosa es educar para comprender matemáticas o cualquier otra disciplina, pero educar para comprensión humana es otra cosa.
He vivido recientemente la gran experiencia de vida de reencontrarme y reconocerme con y en la generación de compañeros que egresamos hace casi 50 años de la Escuela Básica Nº 81 de la ciudad de Puerto Montt. Quizá ello no tenga nada de particular, ya que es una práctica que muchos egresados de diversos tipos de instituciones educacionales realizan. Pero les puedo asegurar, que esta reunión es particularmente diferente.
Este encuentro alberga el sentido y valor que tiene una verdadera educación, aquella que se realizó en una pequeña comunidad de espacios estrechos, pero de amplias oportunidades para crecer, pensar y realizar lo que Humberto Maturana define como aquella educación que está dirigida para que un niño se convierta en un ciudadano ético. Una educación con sentido humano.
No solo se trató de reconocernos con viejos compañeros/as, con los/as cuales compartíamos la amistad en comunidad hace décadas. Fue un regalo de la vida porque nos permitió compartir con nuestra maestra que nos guió en los primeros cuatro años de la educación básica. La que no sólo nos enseñó a leer, nos abrió las puertas de la música, el arte, la caligrafía, el inglés. Ella nos marcó un rumbo en la vida y la importancia de ser buenas personas para la sociedad.
Han pasado 48 años desde que egresamos de nuestra escuelita con número, pero ello no fue un obstáculo para aplaudir y abrazar a nuestra amada maestra. Aquella maestra que sigilosamente atendía las necesidades de sus estudiantes y familias cuando el pan escaseaba, o cuando en aquellos tiempos oscuros ello advertía que familias estaban en riesgo ofrecía su afecto y acogía sin aspavientos ni recompensas. Aquella maestra, que aun luego de tantas décadas, se recordaba de nuestros padres y hermanos y que con lucidez envidiable recordaba anécdotas vividas por esta generación y que muchos teníamos sólo vagos recuerdos. Claro que no olvidamos su estricta disciplina formativa que no podemos dejar de agradecer.
Ella en gran medida representa una generación de notables maestros primarios que tuvimos en nuestra escuela, los que, sin horarios, dedicados y solidarios supieron entregar un mensaje de integridad más allá de las mediciones y ranking de logros educativos.
Cuando una generación de ex estudiantes la recibe y la despide con aplausos cargados de emoción, no cuenta el éxito de uno sobre otros, si este o aquel tiene más o logro material o educativo alcanzado durante su vida. Son aplausos y agradecimientos de iguales. Ese es el valor de una educación pública de verdad.
Es en ese mismo e íntimo instante, en que uno sabe que el gran pensador educativo Paulo Freire tenía razón cuando afirmaba que “la educación es un acto de amor, por y tanto un acto de valor”.
Recordando al profesor Augusto Barría, Director de nuestra querida Escuela Nº 81 de la Población Manuel Montt, éste nos diría en este instante: “Por servicio brindemos todos y todas un gran aplauso a la maestra Margarita Coli”.
El Llanquihue 04/04/2022