Los estudios internacionales relevantes de los últimos dos años (OCDE, BID, Barometer Edelman, por mencionar algunos) nos han ido entregando evidencias contundentes de como la falta de confianza en el mundo, en las instituciones políticas, se ha transformado en una amenaza para la democracia y la gobernabilidad de los países. En dichos estudios, nuestro país como integrante de la OCDE aparece en los últimos lugares.
Para cualquier gobierno llevar adelante un programa político que marque diferencias sustantivas con las administraciones anteriores es absolutamente complejo, si a ello le adicionamos falta de experiencia y equipos técnicos escasos, los escenarios tendenciales pueden ser poco esperanzadores.
La falta de confianza -también- se proyecta en nuestras cotidianeidades con las personas que nos rodean, limitando las posibilidades de generar interacciones sociales sólidas que nos permitan lograr fortalecer nuestras comunidades y vecindarios. De hecho, Chile se encuentra entre los tres países latinoamericanos que confía menos en la gente, solo superado por Perú y Brasil. Esto se traduce en que solo una de 5 personas dice que puede confiar en la mayoría de las personas, no existiendo mayores diferencias entre los grupos etarios (Ipsos, 2022).
Es altamente probable que el vivir en pandemia -con los consiguientes largos periodos de encierros- haya afectado nuestra sociabilidad, salud mental y tolerancia para interactuar con los demás. Sin perjuicio que ello se ha extendido con mayor fuerza a nuestras instituciones políticas y nuevos arreglos institucionales que nos hemos dado para avanzar en nuestros procesos de modernidad, por ejemplo, en lo que respecta a la Convención Constituyente, la que ha visto disminuir su valoración y confianza por parte de la ciudadanía en recientes sondeos.
Pero más allá de estas situaciones que pueden tener variaciones perceptivas en el tiempo, la desconfianza es un virus mortal para la democracia. Sabemos que cuando las sociedades y comunidades comparten una ética del bien común generan un fuerte capital social; que son aquellas redes de relaciones estables generadoras de confianza y orientadas al bien común. Cuando estas se debilitan, los países y sus gobiernos naufragan irremediablemente.
Una de las principales causas que explican la falta de confianza en los países –creo firmemente que es la más relevante- es la corrupción política en todas sus formas. El nepotismo es corrupción también, aunque algunos tratan de minimizar sus consecuencias.
Una caída de la confianza política, ya sea en los políticos, en las instituciones o en todo el sistema, puede hacer que los gobiernos enfrenten serios problemas respecto a la percepción de la efectividad de sus acciones, así como a la disposición de los ciudadanos para obedecer las leyes argumentan Schyns y Koop.
Por tanto, las bajas confianzas transversales en una sociedad dificultan, en definitiva, la gobernanza para un buen gobierno. Sin confianza en la sociedad, jaquean el éxito potencial de una amplia gama de políticas públicas que dependen de las respuestas conductuales del público; tanto en aquellas políticas de corto y mediano plazo como, especialmente, para abordar los desafíos sociales a largo plazo, como el cambio climático, el envejecimiento de la población, la automatización del trabajo, la modernización del estado, la innovación en ciencia y tecnología, por ejemplo.
En la medida que la sociedad siga debilitada no se podrá avanzar en libertad y en el logro del bien común. Y menos pensar el logro de políticas públicas de alto valor que permitan generar justicia redistributiva.
Evidencia Impresa El Llanquihue 06/5/22