La sensación de que la cuarentena a la “chilena “no constituyen un modelo a replicar toma sentido cada día al ver las calles de nuestras ciudades atiborradas de personas. Se hace difícil distinguir cuanto estamos o no estamos bajo tal condición.
De igual forma, las explicaciones laberínticas de las autoridades sobre el proceder en cuarentena simplemente no ayudan. Si se tratase de asuntos triviales no tendrían tanta resonancia, pero cada improvisación cuesta muchas vidas humanas. Supongo que post pandemia los responsables de cada costoso error responderán legalmente. Bueno es lo que tiende a suceder en países donde las instituciones si funcionan. Para los incrédulos en países europeos ya se persiguen judicialmente a ciertas autoridades para que respondan en los tribunales por sus actuaciones.
Se ha tratado de responsabilizar a la ciudadanía y a sus comportamientos no responsables por tan abrumadoras y mortales estadísticos, las cuales nos dejan entre los países con más mala gestión de la pandemia. Debo reconocer que hay algo de verdad en esa afirmación.
Descontemos del análisis a ese enorme segmento de la población que no tiene más opción que salir cada día a buscar su sustento, o aquel trabajador que se ha visto obligado a trabajar porque su empresa ha sido considerada “esencial”.
Lo que resulta curioso, porque nunca se estableció claramente un listado preciso sobre el particular, como sí ocurrió en algunos países que han abordado la pandemia teniendo a la vista el valor de la vida humana por sobre las consideraciones económicas. Aquí se hace rotunda la pregunta de J . Habermas ( 2020) «¿Tenemos que aceptar el riesgo de sobrecargar los sistemas de salud y, por lo tanto, aumentar la tasa de mortalidad para reiniciar la economía cuanto antes y así reducir la miseria social causada por la crisis económica?.
Pero sí es posible identificar un sector transversal de la población que efectivamente le importa muy poco el bien común, dado que no ha internalizado los principios sustantivos del valor de vivir en comunidad. Lo cual se traduce en una percepción social desigual del riesgo. La persona que debe salir a trabajar formal o informalmente sabe que su vida está en riesgo, pero la urgencia de la sobrevivencia económica aminora el miedo.
En cambio, es posible observar como grupos sociales diferentes pueden tener heterogéneas concepciones sobre la gravedad y aceptabilidad de distintas situaciones de riesgo en la pandemia y de sus respuestas ante cada una de estas condiciones. Por ello, no sorprendente verlos trasgredir la cuarentena realizando fiestas, subiendo a la nieve, yendo a sus segundas viviendas por tierra o por aire, realizando tocatas y juntas, asados con las amistades, actividades deportivas, vendiendo mercadería bajo cuerda, realizando cambio de giros tácticos de sus empresas, etc .
Es verdad que hay grupos de sujetos que están demostrando no solo una absoluta carencia de civismo, también muestran lo que M. Douglas (1996) llamo inmunidad subjetiva, es decir, la tendencia a ignorar los peligros cotidianos más comunes o bien a restar importancia a los peligros de baja probabilidad de ocurrencia con lo que el individuo corta la percepción de riesgos altamente probables.
Lo problemático que con esa percepción social diferenciada del riesgo se cree que se adquiere asegurabilidad e inmunidad ante la pandemia. Nada más lejano de realidad.
Los miles de muertos que contamos en el país también pueden ser atribuibles a ese sector que viene a sumarse a los ya referidos fallos de gobierno.
El Insular Evidencia edición impresa 13/09
El Llanquihue evidencia edición impresa 04/10