La forma de reaccionar ante la muerte nos habla mucho respecto a cómo son las culturas, sociedades y sus habitantes. Somos una especie consciente de nuestra finitud y de los otros, por ello la forma socio – cultural que hemos diseñado para enfrentar ese momento es esencial para entender nuestras propias significaciones como sociedades. Para Edgar Morin, la muerte es nuestro rasgo más humano, no solo por configurar pensamientos sobre la muerte sino y, por, sobre todo, nuestra muerte. La muerte es social y cultural.
La muerte nos acecha a lo largo de la vida. A veces los muertos se han constituido en medios simbólicos de comunicación entre antepasados y descendientes en la cual surgen la muerte como un ritual social. Al decir de C. Levi – Strauss, la muerte está ligada a la vida cultural y social de todos los individuos, del conjunto de sus creencias, es por este motivo que todo proceso mortuorio es también un constante de repensarse a sí mismo dentro del grupo al que uno pertenece. Por ello, en tiempos mercantiles – como nuestros tiempos presentes – la muerte puede llegar a convertirse en una transacción; en el sentido de disociar la vida de la muerte: “conjurar la ambivalencia de la muerte en beneficio exclusivo de la producción de la vida como valor y del tiempo como equivalente general» (Baudrillard). Un claro ejemplo de esa disociación, lo encontramos hoy cuando la pandemia remece nuestras cotidianidades y hace aflorar ciertos discursos que se habían resistido emerger con nitidez.
Se está haciendo frecuente escuchar en los medios de comunicaciones, plantear ciertos dilemas “éticos “para tratar de bajar presión a un pronosticado socavamiento de un sistema de salud no fortalecido por los gobiernos de turnos de los últimos años. Así, escuchamos y leemos como se nos está planteando el dilema “de la última cama”. Todo ello con un sentido Esacrificial pragmático y ausente de humanidad.
Son miles las personas mayores que han muerto en el mundo por el Covid – 19, las estadísticas son difusas y poco transparentes en muchos países lo que no facilita poder establecer cifras creíbles y transparentes. Especialmente, porque gran parte de los decesos han ocurrido con personas mayores que vivían en residencias para la tercera edad, ya sea bajo tutela del estado o bajo administración privadas en las cuales se sospecha de negligencias, carencias de personal, de material asistencial y atención médica oportuna.
Cabe señalar que, en Italia, específicamente en Milán, se ha iniciado una investigación judicial sobre la muerte masiva de ancianos. Sectores de la sociedad italiana se interrogan sobre cómo fue posible que ello ocurriese; cifras conservadoras sostienen que el 20 % del total de muertos de la región lombarda se produjeron en residencias de ancianos. Algo similar ocurrió en España, Francia e Inglaterra. No puedo dejar de pensar en el secretismo que se ha dado en las residencias de adultos mayores en Chile. Sigue siendo una noticia marginal. En nuestro ritual cultural y ética de sociedad mercantil se asume que la muerte de los adultos mayores son un costo calculado y proyectado.
Por su parte, el gobierno mexicano ha puesto en circulación la Guía bio ética de asignación recursos – ante la esperada saturación de su sistema de salud – en la cual se plantea que se de preferencia a los jóvenes antes que a las personas mayores. Se afirma que hay que realizar triaje – separa el grano de la paja-; y en una semántica más dócil salvar la mayor cantidad de vida por completarse. El debate está en el centro de la mesa. Los argumentos que abordaremos serán el espejo en cual nos miraremos como sociedad; en el fondo quizá es nuestra última oportunidad de construir una ética humanitaria y democrática, tal como lo afirma J. Habermas “el valor de la vida debe seguir siendo el mismo para todos. Cualquiera que deprecie la frágil, y débil vida de los adultos mayores prepara el camino para una depreciación de cada vida …aceptar que tiene un valor diferente desgarra la red social de solidaridad entre las generaciones y divide a la sociedad en su conjunto.