Estos tiempos apremian adaptación, y movilización de recursos para sostenerse en la incertidumbre de un futuro de apariencia amenazante. Estos recursos deben garantizar seguridad, ante una amenaza sanitaria que acecha de maneras parcialmente conocidas. Deben garantizar prosperidad, ante una amenaza económica que resuena en las especulaciones, y deben garantizar cordura, ante una amenaza silenciosa de desorden, caos y desesperanza. Este apremio confronta la crudeza de una contraparte que parece mostrar otra cara de la naturaleza: un entorno inseguro, que aguarda vaivenes y declinación, envuelto en un sinsentido que invita a la locura. Es un apremio que obliga a silenciar esa contraparte, a distanciarse unos de otros para sentirse seguros, a gastar dinero para sentirse prósperos, y no mirarse para sentirse cuerdos. Es un apremio que nos lleva forzosamente a negar aquello que nos parece una verdad.
Hemos aprendido que lo que se escapa del control, debe ser apartado, y lo que desorganiza el sentido, debe ser extirpado. Que la ira debe esfumarse, la tristeza tragarse, y el miedo disimularse, mientras que la alegría debe irradiarse, contagiarse, y con prudencia demostrarse. Eso que hemos aprendido, parece estar en una tensa posición respecto del actual apremio. Sentimos hostilidad y resentimiento, derivados de la ira; apatía e indiferencia, derivados de la tristeza; preocupación y agobio, derivados del miedo. Pareciera que vivimos negando que existieran, pero sintiendo que son verdad. Abrirse a esa verdad es algo rupturista, atenta contra lo aprendido, rechaza el apremio. No hay manera de vivir de forma saludable la ira, la tristeza y el miedo, porque debemos actuar como si no existieran, y aquellos que no lo hacen, son vistos como inadaptados, y deben lidiar con esa etiqueta. ¿Pero qué ocurre si se encuentra una manera inmediata de vivir esas dimensiones emotivas, descargarlas, desvirtuarlas y/o sedarlas? ¿Y si de paso se evita el peso del apremio, y de la etiqueta de inadaptado? Entonces parece haberse encontrado un truco clave, digno de atesorarse, y de repetirse cuantas veces sea necesario. A esa mágica manera le llamaremos sustancia, droga, tóxico, etc. Pero tiene miles de nombres, le llaman “nada”, “algo”, “quitapenas”, “diversión”, “viernes”, “calmante”, entre muchos otros.
Lo cierto es que la droga no cumple todas las promesas. El introvertido que se hace sociable en la noche, recupera su timidez en la mañana. El resentido que explota en ira en la fiesta, siente vergüenza y rechazo en su intimidad. El peso del apremio al final aparece, y el inadaptado se confirma. Entonces el truco muestra su falla, siempre y cuando deje de repetirse. Ese “quitapenas” reafirma su promesa en la medida en que se vuelve a consumir. Pero hay algo que ciertamente es meritorio de esa droga: nos deja muy claro que esa ira existe; esa tristeza existe; ese miedo existe. No es una sospecha ni alucinación, es una verdad. La droga nos invita a reconocer esa verdad que no podemos vivir, por ese apremio a negarla. Nos muestra que es una verdad que busca las formas de salir a la luz, en una sociedad que se ahoga en el engaño.
Aquel inadaptado que tiene el estigma de drogadicto, alcohólico, vicioso, es el inadaptado que lucha por darle algún sentido a esa verdad que no cabe en la sociedad, y nos muestra un nuevo apremio: hoy más que nunca, debemos aprender nuevas formas de acercarnos, de prosperar, y de mirarnos. Debemos encontrar nuevas formas de vivir sanamente nuestra verdad.
Centro Clínico y Comunitario UACh, para contactarnos: carolina.carcamo@uach.cl / Teléfono: +569 41638395