En este presente que nos agobia y que hace recordarnos en cada acto de nuestra cotidianeidad la sensación de que vivimos en una situación ineluctable, se agiganta aquellos momentos de vida que nos parecían triviales que podían ser transables por cuestiones más gravitantes que sentíamos que nos daban un sentido más profundo de la existencia; como el tener. Tal vez nunca comprendimos cabalmente la importancia y el valor asignado al ser como alguna vez nos enseñó Eric Fromm, pero al cual no le prestamos demasiada atención. Por cierto, ello es fácilmente demostrable porque nuestra existencia se concibe en base a una lógica económica pragmática la cual queda reflejada en un modo de vida orientado hacia el consumo y el hedonismo de lo fugaz. Quien no tiene no es. Hemos definido la felicidad y las razones del convivir en función de la cosificación de los valores. Y ello se ha convertido en la vara con la cual mide el valor de todo lo humano.
La economía por sobre la vida se transforma en el slogan de los oportunistas y mercaderes que bajo la protección de sesudos análisis cuantitativos nos hacen ver que no somos capaces de ver la verdadera realidad que ellos ven con claridad absoluta, y de paso nos hacen sentir egoístas por demandar protección social de los más vulnerables de un modelo de económico que ha persistido incólume ante la mirada cómplice de la élite política “conservadora” y “progresista” del país.
En este presente en que se falsea la realidad empleando mil artilugios estadísticos, económicos y de lecturas interesadas de los resultados y alcances reales de nuestra pública, se hace más perentorio e irremediablemente necesario que descubramos el mundo a través del ser en el mundo, es decir de la existencia en sí misma, como nos planteara el controvertido filósofo alemán Heidegger.
Nuestro vínculo con nuestros entornos es el que nos define. Por ello, es tan relevante que ante un grotesco escenario de superfluas teatralidades por el bien común que pregonan los representantes de nuestra polis debemos poner en perspectiva una búsqueda de la autenticidad de la existencia que nos vuelva a acercar al sentido primigenio de la comunidad perdida.Vale decir aquellas pequeñas cosas que nos dan felicidad, seguridad y pertinencia. Como nos reafirma con profunda vitalidad el antropólogo Marc Auge son las pequeñas alegrías que nos dan la felicidad. La felicidad del instante.
Cuando nuestra realidad del presente es tomada por asalto por los noticieros y matinales que exudan versiones oficiales y buscan culpables de las desfavorables estadísticas muy lejos de los dueños del poder, en nuestra cotidianeidad – en la de los más vulnerables – aflora el verdadero sentido de lo humano. Dicho sentido se expresa cada día en comedores solidarios, en el cuidado de ancianos pobres, en el apoyo barrial mutuo tan necesario y urgente por la ausencia del estado en muchas poblaciones pobres del país. Las pequeñas alegrías se viven en el abrazo esperanzador y gratificante que un vecino le da aquel trabajador que debe concurrir a su puesto de trabajo porque un empresario desvergonzado lo amenaza con su continuidad laboral.
Las pequeñas alegrías son las que nos dan vida porque aprendemos a extraer del presente las experiencias que esté nos puede dar y, ellos nos permite ilusionarnos que de las vivencias y relatos del presente nos permitirán construir un futuro mejor para todos /as en una sociedad en que la dignidad se haga costumbre.